1.
El fin de la historia: un obstáculo real
La idea desarrollada por Francis
Fukuyama de que la historia se acabó es controversial y a menudo se le resta
valor, pero es necesario detenerse en ella para realizar un análisis de lo que
Lenin llamaba “el momento actual” y de las tareas que éste le impone a las
fuerzas de izquierda para la construcción del socialismo. Siendo sintéticos, el
autor postula que el capitalismo y las democracias liberales son las mejores
formas de organización social posibles –esa es la conclusión histórica tras la
caída de los “socialismos reales”-, por lo que todos los cambios en pos de
mejoras sociales deben estar dentro del marco capitalista-democrático liberal.
En este sentido, la historia habría llegado a su fin, porque no existirán
cambios revolucionarios o estructurales posibles que alteren el orden
capitalista democrático liberal; no hay nada más allá de esto, no hay
alternativas, salvo reformas que apunten a mejorar el orden social ya
existente.
Pasando a
las críticas, es cierto que Fukuyama agarra dos conceptos complejos de dos
filósofos complejos (el “fin de la historia” de Hegel y el “último hombre” de
Nietzsche) para escribir un best-seller
tremendamente pretencioso. Situarse en la cúspide del desarrollo histórico,
como un Dios que mira todo desde las alturas del Olimpo, pensando que ya todo está dicho, además de soberbio, tiene
una connotación religiosa innegable (la de juzgar a la humanidad desde una
posición que está por encima de la humanidad, en este caso, desde la conclusión
de la historia; aquella posición en que descansa todo lo que la humanidad ha
construido a lo largo de su desarrollo).
En virtud de
lo anterior, pareciera que la tesis de Fukuyama no merece mayor atención, ya
que nadie puede afirmar con semejante certeza que no hay nada más allá del
capitalismo y de las democracias liberales. A menos que el señor Fukuyama haya
viajado a todos los futuros posibles y visto con sus ojos que en el año 4 mil y
en el 10 mil seguiremos igual, resulta imposible ser tan enfático en señalar
que no hay formas mejores de organizar las sociedades (posiblemente en la
sociedad esclavista o feudal jamás pensaron que podría existir otro modo de
organizar la sociedad). Y, por lo demás, creer en que la historia tiene una
conclusión, creer en una teleología, en que la historia se dirige a un destino,
nos enreda en un problema religioso que nos aleja del problema real a resolver.
Ahora bien,
desde una perspectiva materialista se entiende que un “conocimiento”, por mucho
que sea ideológico, no deja de relacionarse con la formación social en el cual
es producido y al final se constituye en algo objetivo. Marx mismo lo menciona
al analizar las categorías de la economía burguesa, las cuales describe como
“formas mentales aceptadas por la sociedad, y por tanto objetivas”, por mucho
que dichas categorías fueran falsas u omitieran detalles respecto al doble
carácter de la mercancía y respecto a la plusvalía.
Entonces, la
idea de que la historia se acabó, pese a su absurdo, hoy encuentra cobijo en el
seno de la formación social en la cual es producido y termina consolidándose
como una idea dominante o, en palabras de Gramsci, siendo parte del “sentido
común”. La idea de sentido común adquiere importancia sustantiva, pues si
hablamos de una hegemonía aplastante de la tesis del fin de la historia no nos
referimos necesariamente al debate de academia, de los intelectuales o de los
políticos, sino que de una hegemonía que logra convertirse en el “sentido
común” no de los actores mencionados, sino que de las masas, del pueblo. Y aquí
no es necesario haber leído a Fukuyama, conocer sus argumentos y darle la
razón. No es necesario que alguien diga explícitamente y con argumentos
racionales “no hay alternativas”. Esto opera como lo que Slavoj Žižek llama los
“conocimientos desconocidos”, cosas que no sabemos que conocemos o, en otras
palabras; sabemos, pero no sabemos que sabemos.
La idea de
que no existen alternativas al orden actual opera como un telón de fondo, como
una obviedad social que ni siquiera es necesario hacer explícita, precisamente,
porque es obvia. La idea que sustenta el apoliticismo y la indiferencia es
precisamente la de que no hay alternativas. La respuesta clásica “da lo mismo
quién gane, hay que trabajar igual” da cuenta de que no hay expectativas
puestas en la política o en un proyecto de transformación; a la larga todo
seguirá igual. Y seguirá igual porque las alternativas que existieron –en Chile
la Unidad Popular, en el mundo la Unión Soviética- colapsaron y no llegaron a
buen término, lo cual es el mismo argumento que usa Fukuyama para plantear su
tesis. En síntesis: no hay un horizonte para la humanidad y esto nos lleva a
una situación de nihilismo en la cual, sencillamente, no se cree en nada.
Esta
ideología, esta falta de horizonte, no sólo se refleja en términos de
alternativas políticas, sino que en todos los niveles de la sociedad, siendo un
ejemplo claro el del arte. La producción artística hoy también está marcada por
una creencia –consciente o inconsciente- del fin de la historia (del arte),
reflejada en la idea de que ya todo está creado y que, por lo tanto, sólo queda
inventar a partir de manosear lo ya existente, resaltar la idea de que “no se
había hecho antes” como un mérito en sí mismo o bien de relativizar el concepto
de arte. De esta forma tenemos que un “artista” puede exponer un urinario en
una galería y es legítimo. O un pintor que expone manchas. Esta falta de
horizonte se traduce, en el arte, en una absoluta carencia de ideas y en la
mediocridad de ahorrarse un proceso de trabajo y producción, a través de decir
que cualquier cosa es arte.
Lo mismo
podemos ver en el campo de la teoría, en particular en ciencias sociales. El
marxismo es un intento de comprensión global, de las sociedades como un todo
complejo y es, por lo tanto, un proyecto muy amplio y que exige mucho esfuerzo
y dedicación. Hoy los esfuerzos por una comprensión de la sociedad han
abandonado la pretensión de globalidad y se conforman con estudiar aspectos
particulares de ésta. Son las llamadas “teorías de alcance medio”. Y si bien
alguien podría decir que tienen mayor poder explicativo que teorías globales,
como el marxismo, el sociólogo chileno Enzo Faletto da cuenta con mucha
precisión de la naturaleza o el interés detrás de estas teorías, al afirmar que
las teorías de alcance medio eran para sociólogos de alcance medio. En otras
palabras, se instala una mediocridad y una renuncia a intentar entender
globalmente los problemas sociales y sus estructuras internas.
Para
terminar, todo este nihilismo y mediocridad producto de la falta de horizonte
se disfraza con un elemento muy característico de este momento actual y que me
permitiré llamar con el término coloquial en que se le conoce: la venta de
humo. Se dice que alguien vende humo cuando presenta una idea, un proyecto, un
producto, o lo que sea, haciéndolo parecer como novedoso, lleno de cualidades,
grandilocuente, cuando en el fondo no hay nada. Se vende una apariencia, no algo
concreto. El humo lo vemos en el arte cuando al ver una mancha el artista
“explica” y dice que representa “las contradicciones internas del hombre por
salir en un mundo individualizado” o cualquier tontera que se le pueda ocurrir;
lo vemos en las millones de conferencias que siempre se anuncian de “speakers
motivacionales”; en el “couching ontológico”; en teorías de alcance medio
ridículas como “la sociología de los cuerpos” y en toda una serie de productos
pretenciosos que hablan en difícil para vender caro obviedades que todos saben
(o abiertamente, para vender caro absolutamente nada). Todas estas
manifestaciones sólo sirven al propósito de esconder la miseria de nuestra
producción intelectual –artística, teórica, etc.- actual y de esconder el
problema real que tenemos que ver los marxistas: el estancamiento real de
nuestra teoría.
2.
El desafío: salir del callejón teórico sin
salida
Anteriormente se había dicho
que las masas no creen en alternativas porque éstas fracasaron, lo cual además
es el sustento para la tesis del fin de la historia. Pero esto no es totalmente
cierto. Hay que agregar también que, por otra parte, la izquierda
revolucionaria no ha sido capaz de salir de ese fracaso, de emerger de sus
ruinas con un proyecto teórico y político convincente.
Haciendo una
genealogía esquemática, tenemos el siguiente proceso. Caen los proyectos
socialistas en todo el mundo: la UP en Chile, el Muro de Berlín, la Unión
Soviética. Derrota política. Esta derrota política da pie a instalar una idea
de mundo, de que ya no existen alternativas, más allá del capitalismo y las
democracias liberales. Derrota ideológica. La derrota política además permite
que la teoría marxista se muestre como una teoría errada que conduce al
fracaso, lo cual lleva a que los intelectuales abandonen la teoría marxista
como herramienta de análisis social y recurran a otra serie de teorías de todo
tipo. Derrota teórica.
Estas tres
derrotas condicionan la posibilidad de volver a levantar una alternativa
política marxista-leninista. Nos encontramos en una situación que Louis
Althusser llamó “el callejón teórico sin salida”, para dar cuenta de las
propias dificultades que encontraba la teoría marxista en su tiempo. Hoy nos
volvemos a encontrar en un callejón sin salida, sellado por un lado con la
experiencia histórica de la caída de los socialismos reales, por otro con el
sentido común de que no existen alternativas y por otro, con el estancamiento o
abandono de la teoría marxista-leninista.
En esta
situación, de arrinconamiento, existen tres posibilidades. Las dos primeras,
representan la claudicación; abandonar la teoría marxista-leninista. El primer
abandono es el derechista, reflejado en las posturas de los “socialistas
renovados”, principalmente el Partido Socialista y el Partido Por la Democracia
y, en particular, por el grupo de dirigentes que en su momento participó en el
MAPU. En ellos hay un abandono del marxismo, una renuncia a su poder
explicativo, por la derecha. Es decir, rechazan el marxismo para abrazar lecturas
de la realidad y posiciones políticas socialdemócratas –en el mejor de los
casos- o abiertamente neoliberales. Esto explica el comportamiento de la
Concertación durante sus 20 años a cargo del país.
Pero esa no es
la única claudicación. También está la salida izquierdista, cuyo mejor
exponente hoy en día es Gabriel Salazar. Formado en Inglaterra por
historiadores liberales, Salazar hoy representa la izquierda que abandona el
marxismo por considerarlo estrecho, insuficiente, incapaz de hacer una lectura
de la realidad. Esta izquierda que, en otras expresiones, cae en teorías que
podríamos llamar “de resistencia”, que siempre se plantean resistiendo a algo,
pero donde no hay vocación de poder ni lecturas de la realidad. Teorías como la
de “los cuerpos”, del “bio poder”, del “poder local” y todas esas siutiquerías
que se plantean como alternativas radicales, en el fondo esconden el mismo
defecto que la salida de derecha, que es el compartir su mismo sustento
ideológico: el nihilismo provocado por la falta de horizonte producto del
triunfo de las clases capitalista en el proceso global de lucha de clases
durante el siglo XX. Entender que la sociedad, en el fondo, no cree en
alternativas explica la debacle de los partidos de izquierda y de las apuestas
políticas de izquierda, es decir, las propuestas de izquierda que apuestan a la
obtención del poder político de Estado, en desmedro de estas alternativas de
resistencia. Porque es importante señalar que, así como este sentido común se
instala en las masas –en términos generales-, en el arte, es la teoría, etc.,
también se instala en la izquierda. Marx lo resume muy bien: las ideas
dominantes en una sociedad son las ideas de la clase dominante. Y la sutileza
de la ideología consiste en ser ese “saber desconocido” mencionado, es decir,
instalarse en nuestras cabezas sin que siquiera nos demos cuenta.
La única
forma de percatarnos de esta situación y de detenerla, es precisamente la
tercera alternativa que tenemos frente al callejón sin salida: el desarrollo de
la teoría marxista-leninista. En una frase hermosa y muy clara, Althusser
señala que “los marxistas saben bien que ninguna táctica es posible si no
descansa en una estrategia, y ninguna estrategia si no descansa en una teoría”.
Es decir, para volver a articular un proyecto político marxista, que sea capaz
de romper el lastre de la ideología del fin de la historia, necesariamente
necesitamos desarrollar la teoría marxista. Esto quiere decir, leer, entender a
Marx y a Lenin, entender su importancia revolucionaria y, a partir de esto, ser
capaces de leer el presente de forma de entender los nuevos patrones de
acumulación capitalista; los cambios en la estructura de clases y, por
consiguiente, los cambios en la dinámica de la lucha de clases; las estrategias
con las que las clases dominantes aseguran la cuota de ganancia y los
dispositivos ideológicos con los que entrampan el quehacer de la izquierda.
La importancia
de la teoría hoy está ahí y no puede ser menospreciada bajo los argumentos de
la necesidad de dar las luchas políticas contingentes. Es cierto: la política
requiere nuestros máximos esfuerzos y siempre nos va a estar exigiendo
atención, compromiso y, a menudo, sacrificio. Pero estos esfuerzos serán en
vano si no se realizan con una dirección, si no se realizan con un horizonte
socialista. Y la recuperación de ese horizonte pasará, necesariamente, por el
desarrollo de una teoría que sea capaz de destruir el mito ideológico del fin
de la historia y de prevenirnos de los ataques e infiltraciones de la ideología
burguesa en nuestra teoría, que han llevado a las renuncias de izquierda y de
derecha. Distinguir eso es vital para establecer una línea de demarcación entre
una práctica teórica y política verdaderamente revolucionaria y aquellas
socialdemócratas o ultraizquierdistas, amparadas en toda clase de teorías de
alcance medio y, sobre todo, expuestas con mucho humo.
Y si la
pregunta es por qué esto pasa necesariamente por el desarrollo de la teoría marxista
y no por su abandono –como argumentan especialmente los “ultras” tipo Salazar-,
la respuesta debe ser clara. La práctica teórica marxista fue la única que fue
capaz de dar cuenta del sustento material real de las sociedades y, en
particular del capitalismo. Fue la única capaz de comprender la naturaleza del
doble carácter de la mercancía, de la explotación y de la lucha de clases que
se nos presenta de forma brutal en la historia y en la realidad. El leninismo,
por su parte, es el esfuerzo por traducir ese inmenso arsenal teórico en una
práctica política revolucionaria, que toma partido y apuesta a una
transformación radical de la realidad, planteando la política como lo que es:
lucha de clases con intereses antagónicos. Y, especialmente hoy, donde los
vende humo y socialdemócratas son capaces de agarrar a Marx para depurarlo de
sus consecuencias políticas y transformarlo en un autor “descafeinado”, Lenin
nos permite recuperarlo devolviéndole su esencia radical usurpada, nos permite
recuperarlo para la lucha de clases con el potencial teórico necesario para
reconstruir un horizonte para la humanidad. Un horizonte socialista.
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