En 1889 se publicó “El
crepúsculo de los ídolos”, del filósofo alemán Friedrich Nietzsche, cuyo
subtítulo, “o cómo se filosofa con el martillo”, era una manifestación clara de
la intención provocadora del autor. El propósito de Nietzsche era ambicioso
pero muy sencillo en términos de sus pretensiones: su filosofía tenía que ser
un martillo con el cual echar abajo a golpes los cimientos culturales de la
Europa occidental de fines del siglo XIX, en particular, contra el cristianismo
y su moral. El subtítulo (y toda su obra, por cierto) es una toma de partido,
un posicionamiento en un campo de disputa. Y no sólo una ubicación, sino que
una declaración de guerra abierta, sin concesiones, sin puntos intermedios, pero
también muy honesta y transparente, contra todo aquello que Nietzsche
consideraba erróneo o enfermo en la sociedad en la que le tocó vivir. Más allá
del contenido mismo de la obra del filósofo alemán, o de los usos que
posteriormente se le puedan haber dado a ésta, vale la pena rescatar esos dos
elementos.
1°: la toma de partido
Como decíamos, Nietzsche toma
partido. Toma partido en oposición a la dominación cultural del cristianismo, contra
el cual le dirige prácticamente todo el arsenal con el que cuenta: una extensa
y potente obra filosófica. A más de 125 de la publicación del texto mencionado,
la toma de partido es algo escaso. ¡Y cómo no! La consecuencia del derrumbe de
los socialismos reales fue que el capitalismo pasó la aplanadora (o
retroexcavadora) para anular política, teórica e ideológicamente a la única
alternativa que había osado hacerle frente: el socialismo. En lugar de un campo
de disputa, hoy queda un terreno estéril, pacificado, sin trincheras. Esto
ocurre porque la enseñanza brutal que dejó todo esto es que el socialismo no es
una alternativa, por haber demostrado ser, además de brutal y sanguinario, ineficiente
en términos productivos. En ese caso, ¿quién va a querer ubicarse en sus
trincheras? De esta manera, el campo unificado que queda, asfixiado por la idea
hegemónica del fin de los metarrelatos y el fin de la historia, no es campo de
toma de partido, pues se han diluido todos los gérmenes de conflictividad
teórica y política a su mínima expresión, a meras diferencias respecto a
detalles técnicos o comunicacionales (de marketing).
Frente a ese
panorama político, en el campo de las ideas nos encontramos, por una parte, con
el abandono de la pretensión de comprender la realidad en la que vivimos,
inventando una serie de conceptos para ello (modernidad líquida, sociedad del
riesgo, etc.). Por otra están todas esas modas filosóficas que empiezan con
“post” (postmodernismo, postmarxismo, postestructuralismo), desesperadas por
superar y desmarcarse de todo lo anterior a ellas. La situación en común es el evitar
tomar partido. Los defensores de estas ideas, que tengan sentimientos de
izquierda (sobre todo los “post”) podrán salir al paso, indignados, a decir que
dichas corrientes de pensamiento son críticas de la realidad y herramientas
para la crítica social. Siendo muy generosos, podemos conceder el punto. Sin
embargo, ya sea bajo el argumento de que la complejidad impide entender a
cabalidad la sociedad –y, en consecuencia, no se puede levantar una crítica
sólida- o bajo el argumento de una crítica “radical” a todo, lo que queda en
definitiva es un no tomar partido por nada. No se toma partido porque es
indeterminable o porque todas las opciones son malas. Al final nos encontramos
con el nihilismo (creer en nada) por debajo, el cual subyace a estas modas
teóricas impidiendo que tengan un potencial de transformación. Porque el
nihilismo se conforma (o se constituye) con la mera denuncia, o la pataleta
teórica, nunca como la toma de partido, la cual exige creer en algo.
La crítica
nihilista, la crítica que no toma partido, no es más que una rabieta en la que
no hay voluntad de transformación de la realidad, porque la realidad se cambia
–valga la redundancia- en la realidad, no en el mundo de las ideas. Ciertamente
necesitamos ideas para cambiar la realidad, pero es inevitable el paso de meterse en la realidad. Y ese
involucramiento con la realidad es la política, porque para cambiar el mundo no
bastan las declaraciones y los testimonios, por muy radicales y puros que sean;
el mundo se cambia con la política. Y como ésta se involucra tan íntimamente
con la realidad, es sucia, complicada y conlleva innumerables riesgos, ya que al
exigir tomar partido existe la posibilidad de encontrarse en el bando que
pierde, que es derrotado, que se equivoca y falla en sus objetivos. Pero el que
no salta, no cruza el río, y para transformar, hay que ensuciarse las manos,
meterse al barro.
¿Qué queda
entonces? Palabrería, testimonios de consecuencia, pataletas teóricas, pequeños
círculos en los cuales se reúnen los críticos a criticar todo y amar su crítica
y a sí mismos. De tomar partido, nada. De comprometerse, nada. De arriesgarse,
nada. Porque la política es algo demasiado mundano y sucio para estas altas
cumbres del pensamiento filosófico, porque, ¿qué es pensar los problemas de
algo tan vulgar como la pobreza y sus causas, en comparación con una “hermenéutica
transformativa de la gravedad cuántica”? La pobreza misma es sucia e ignorante,
frente a la pureza de las ideas. Porque nada es digno, salvo un cúmulo de ideas
que, por su lejanía con la realidad, no pueden intoxicarse con ésta, no pueden
ser corrompidas por la sucia realidad, sino que se mantienen arriba, brillando
en un mundo sin contradicciones donde todos somos doctos y sofisticados.
En mi caso,
tomo partido teóricamente por el marxismo y políticamente por el comunismo.
¿Por qué? Porque el marxismo sigue siendo la teoría más consistente respecto a
la organización de las formaciones sociales y, en particular, el estudio más
profundo de la dinámica del capitalismo. Por otra parte, el comunismo es la
alternativa política que se levanta a partir de dicha lectura. El marxismo
constata una verdad muy sencilla, pero muy radical que Engels expresa así: el
hombre necesita, en primer lugar, comer, beber, tener un techo y vestirse antes
de poder hacer política, ciencia, arte, religión, etc. Esa verdad que Marx tuvo
que descubrir abriéndose paso entre la “maleza” teórica hoy ha sido olvidada,
pues las nuevas formas del idealismo han vuelto a poner un denso velo sobre
ella. Me declaro, por tanto, enemigo de todas aquellas corrientes de
pensamiento que nieguen, de una u otra forma, esa verdad elemental. Lo menciono
para partir predicando con el ejemplo.
2°: filosofar con el martillo
Decíamos que Nietzsche no sólo
toma partido, sino que pretende construir una filosofía que le servirá como
herramienta para su empresa. Y cuál mejor que el martillo para su propósito de
golpear con violencia la cultura occidental hasta echarla abajo. Nuevamente
aquí hay un valor escaso, pues no sólo la filosofía, sino que la teoría social
en su conjunto, hoy están lejos de constituir una herramienta para echar abajo
algo. Un martillo necesita manos que lo empuñen y luego algo que golpear, y en
un escenario donde no hay disputa, no hay toma de partido y, por lo tanto, no
hay nada que golpear. De esta manera, actualmente la teoría es una herramienta
mellada, sin filo, sin agudeza, sin capacidad de perforar profundamente la
realidad que le rodea. Hoy la teoría es algo inofensivo.
Ahora bien, es
lógico pensar en la teoría como algo dócil cuando no se ha tomado partido y,
por ello, no hay nada a lo que golpear. Por esto, lo primero es tomar partido,
trazar una línea de demarcación entre las ideas que aceptamos y aquellas que
rechazamos. Porque, como bien decía Mariátegui, para nosotros hay ideas buenas
y malas. De eso se trata tomar partido. Y una vez que hay claridad de cuáles
son las ideas malas, ¡no hay que dudar en usar el martillo!
La idea de
teorizar con el martillo exige tomar partido y actuar en consecuencia, esto es,
terminar con la cobardía intelectual y con una concepción liberal de pluralismo
basada en la idea del “laissez faire”
(“dejar hacer”). Una mala concepción de pluralismo en la cual se aceptan la
pluralidad de visiones porque cada una tiene su verdad, negando la posibilidad de que exista una verdad, porque la lección histórica
que nos enseñó el bloque dominante que triunfó a comienzos de la década de los
’90, es que eso es totalitario. La exigencia es, entonces, rechazar estas ideas
y decir, sin vergüenza, que hay ideas buenas y malas, y estas últimas deben ser
rechazas y combatidas (que es distinto a postular que deben ser perseguidas).
En esta empresa no debemos dudar en desarrollar teoría que sea martillo, ¡no
debemos vacilar en teorizar a martillazos!
¿Y por qué
es tan necesario? Porque el triunfo aplastante del bloque capitalista arrasó
con todo campo de disputa, haciendo creer que las eras de las disputas se
acabaron. Hacen ver su triunfo no como un triunfo, sino como el desenlace
natural de una disputa que siempre estuvo ganada y por lo tanto como el fin de
todas las disputas (fin de los metarrelatos, de la historia, etc.). Y aquí hay
una primera idea que hay que echar abajo a martillazos: el fin de la lucha de
clases como motor de la historia. O peor aún, ¡el fin de las clases! De esta
manera podemos situarnos en el campo teórico entendiendo que éste forma parte
de una sociedad en particular y que, por tanto, forma parte de los conflictos
de esa sociedad, en los cuales distintos segmentos de ésta luchan por algún
objetivo que es antagónico con aquel del grupo con el que compiten (en las
sociedades capitalistas, el conflicto más relevante –no el único- es el que se
da entre las clases). Negar el carácter conflictivo del campo intelectual es
aceptar la fábula que inventó Fukuyama y que repiten día a día los neoliberales
recalcitrantes.
Por otra
parte, la idea de que no hay nada en disputa es muy cómoda para las clases
dominantes, porque cuando no hay nada en juego se permiten cosas que en un
contexto en el cual hay algo en riesgo no se permitiría. Frente a la
posibilidad de perder algo al
adversario o enemigo no se le hace ninguna concesión, por eso las peleas
intelectuales solían ser tan apasionadas y a la vez tan rigurosas (en el siglo
XX), cuando sí se teorizaba con martillos. Por eso hoy somos testigos de que cualquier persona puede escribir
cualquier charlatanería “teórica” con absoluta impunidad, sin que nadie salga
al paso a poner freno a tanta palabrería desenmascarando el vacío que esconde
tras frases construidas a partir del sentido común o con mucha sofisticación
lingüística. El relajo teórico ha permitido la total falta de rigurosidad y
profundidad, generando un caldo de cultivo para los charlatanes que viven del
engaño. Terminar con la impunidad teórica es un imperativo actual, para lo cual
es necesario un martillo, cuya solidez y fuerza dependerá del rigor teórico con
que se construya. Sólo aceptando que la teoría es un campo de lucha donde
podemos ganar y perder mucho, se puede actuar con voluntad de ganar. Esa es la voluntad
que permitirá construir una teoría sólida que permita abrirse paso a través de
quienes no dejan avanzar, dejando atrás a quienes engañan y se enriquecen vendiendo
humo y venciendo a quienes nos niegan. ¡Abrirse paso a martillazos! Porque
ninguna teoría nace de un parto sin dolor.
El llamado a
teorizar con el martillo es, pues, sincerarnos respecto a las características
del campo teórico como un terreno de lucha y a abandonar el miedo culposo que
se nos ha impuesto respecto a luchar, respecto a defendernos de quienes
consideramos amenazas y respecto a usar el martillo. Teorizar con el martillo
es algo natural para quienes sabemos que estamos disputando cosas y que, en ese
marco, queremos ganar, lo que implica ganarle a alguien. Se trata de constatar
un hecho y asumirlo de la única forma en que se puede asumir: con el martillo.
Se trata además de recuperar el rigor teórico, que es el único capaz de generar
conocimientos del mundo en el que vivimos.
Aquí hay
ideas malas, muy malas, y no hay por qué “dejarlas hacer y dejarlas pasar”. Hay
que decir abiertamente que Pilar Sordo dice estupideces derechistas disfrazadas
de clichés sacados del sentido común (y además le pagan mucho por ello); que
Gabriel Salazar es un liberal y, en tanto tal, no sirve a un proyecto de
izquierda; que las modas “post” son pura paja molida que no hablan de nada en
concreto y afirman fantasías insostenibles como que ya no existen las clases. Para
quienes consideramos todas esas ideas abiertamente malas, ver que proliferan
con tanta impunidad genera rabia. Es hora de hacer algo productivo con esa
rabia y volver forjar una teoría sólida y rigurosa que sirva para usarla a
martillazos.
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