Como cada septiembre, se abre
un tiempo de reflexión y análisis sobre el proceso y los eventos que ocurrieron
en nuestro país a partir de 1970. En general los comentarios, los actos y los
debates, giran en torno a los años que han pasado desde el triunfo de la UP o
bien, en torno a los años que han transcurrido desde el golpe. Sin restarle
importancia a la necesidad de sacar lecciones de aquello, hoy se presenta una
buena oportunidad para reflexionar sobre otro aniversario: los 40 años de
neoliberalismo en Chile. La importancia radica en el aplastante éxito que tuvo
la revolución capitalista y la instauración del proyecto neoliberal, el cual sienta
un precedente inédito en la historia que desafía tanto nuestras nociones
teórico-conceptuales como políticas. Aquí se presentan algunas ideas aún en
desarrollo, cuya intención es provocar un debate y contraponer distintas tesis
sobre lo que debe ser el quehacer de una izquierda de intención revolucionaria.
El golpe y la revolución neoliberal
Se habla de 40 años de
neoliberalismo porque 1975 constituye un año de ruptura en el seno del gobierno
dictatorial, es en ese momento que los sectores neoliberales logran imponerse
definitivamente, desplazando a quienes, liderados por Leigh, tenían un proyecto
de tipo nacional-desarrollista y corporativista en mente. 1975 es el año de aterrizaje en pleno de los
Chicago Boys, iniciando así, la aplicación ortodoxa y sin concesiones del
recetario ideado por Milton Friedman[1].
Lo realizado
por la dictadura chilena es el perfecto ejemplo de una revolución exitosa. Toma
del poder a través de la violencia armada, ocupación total del aparato Estado
y, por tanto, ejercicio total del poder de Estado. A partir del control de éste,
se aplican una serie de políticas destinadas a cambiar la estructura económica
del país, las relaciones de producción –las que se dan entre el capital y el
trabajo- y el sistema político, logrando también un profundo cambio ideológico
y cultural en la sociedad. Por otra parte, la lucidez de dirigentes como Jaime
Guzmán, permitió que no sólo se definiera lo que sería la dictadura sino que
también la democracia que le seguiría. En ese sentido, el trabajo de la
dictadura –principalmente de los civiles que participaron en ella- fue
impecable. Hicieron todo lo que tenían que hacer para cambiar Chile de raíz y
se aseguraron de que la profundidad de esos cambios fuera tal que permanecerían
independiente de quien llegara al gobierno en el futuro. Por ello es errado
sostener que Guzmán fue el ideólogo de la dictadura; fue el ideólogo de la
democracia, de nuestra democracia actual.
Podemos
medir el éxito de la instauración del neoliberalismo a partir del sencillo hecho
de que no han sido necesarios 25 años de gobierno de la UDI para mantener y
profundizar el neoliberalismo. Y mientras cada cierto tiempo reflota en la
izquierda el debate estéril sobre el “culto a la personalidad” en algunos de
los procesos latinoamericanos, se olvida un ejemplo que es la contracara y que
podría arrojar luces sobre cómo sortear ese problema: Chile. Para ello hay que
volver al tema: qué es lo que específicamente hizo la dictadura.
Al analizar
genealógicamente el neoliberalismo chileno, es posible poner en entredicho
tesis clásicas de ciertas tendencias dentro de la izquierda, sobre las
cuales vale la pena detenerse.
Primero: las
nociones que plantean cambios en la “conciencia”, o que se posicionan desde una
crítica ciertos rasgos “culturales” (la “cultura del consumo”, por ejemplo). Ciertamente
el proyecto neoliberal no se centró en desarrollar una nueva cultura, ni se
dedicó a “concientizar” a vastos sectores de la población. No hay reformas
culturales, y las reformas educativas tienen su impacto, no por imponer en las
mallas curriculares las ideas de Von Hayek o Friedman, sino por generar las
condiciones materiales para una educación segregada y segregadora, dedicada a
reproducir las desigualdades sociales. Los cambios culturales e ideológicos que
han ocurrido en la sociedad chilena, obedecen a los cambios que ésta ha tenido
en sus propias condiciones de existencia, marcadas por el despojo, sufrido por
la clase trabajadora, de ciertos derechos y beneficios que equiparaban, en
cierto grado, su poder en relación al poder del capital. De esta manera, resulta
estéril buscar las causas de las bajas tasas de sindicalización, por ejemplo,
en un individualismo o “apoliticismo”. Más bien hay que examinar la legislación laboral pro
empresa que caracteriza al neoliberalismo, o los cambios en la estructura
productiva, en particular el desmantelamiento del sector industrial. En La ideología alemana, Marx sostiene que
las ideologías no tienen historia; son las sociedades que las producen las que
tienen historia[2].
Pues bien, no hay que buscar la historia del individualismo, o del consumismo,
o del “apoliticismo” en Chile; hay que buscar la historia del cambio en las
condiciones de vida del pueblo en particular y de la sociedad en general, y ahí
tenemos la represión, el desmantelamiento de organizaciones políticas y
sociales, la ola de privatizaciones masivas, incluyendo la mercantilización de
derechos sociales (privatización de la salud, de la educación, sistema de AFP)
giro productivo al sector primario y terciario, recorte del gasto público, apertura
comercial indiscriminada, entre otras.
Segundo: las
ideas que cuestionan el rol específico y fundamental de la política (o de “lo
político”) en la lucha de clases y en el diseño de una estrategia
revolucionaria. Si en el primer punto se
mencionaba que los cambios culturales no habían sido producto de un largo y
lento proceso de maduración social, lo que sigue es el corolario de dicha
afirmación: los cambios se hicieron a partir del Estado. La instauración del
neoliberalismo en Chile implica un cambio radical y global de la sociedad
chilena: económico, político, ideológico. Pero todo ello se logra a partir de
la toma total del poder de Estado. Si se piensa en el Consenso de Washington
–el decálogo que indica qué hacer para ser neoliberal-, todo se refiere a
acciones que sólo se pueden realizar desde el Estado. De esta manera, no es
posible diseñar una estrategia revolucionaria donde lo político juegue un rol
secundario, donde su especificidad sea negada dando pie a posturas que
subestiman el peso y la importancia del Estado en una formación social, pues
como bien señalaba el sociólogo marxista Nicos Poulantzas, “la abolición de la especificidad misma de lo
político, su desmenuzamiento en todo elemento indistinto […] tienen por
resultado hacer superfluo el estudio teórico de las estructuras de lo político
y de la práctica política, lo que conduce a la invariante ideológica
voluntarismo-economismo, y a las diversas formas de revisionismo, reformismo,
espontaneísmo, etc.”[3]
Nuestra experiencia reciente nos obliga a pensar el Estado y el rol de éste,
donde la concepción clásica que lo conceptualiza sólo como una herramienta al
servicio de la clase dominante, queda corta, en tanto no logra dar cuenta del
rol central que ocupa en el seno de una formación social.
De esta
manera, las lecturas que por uno u otro camino conducen al economicismo –el
Estado como un mero “reflejo” de la base económica, o bien como un simple
“nodo” de una totalidad indiferenciada que sería el capital- son cuestionadas
por la experiencia histórica concreta, donde el Estado se constituye no sólo
como una herramienta de dominación, sino como la estructura que cohesiona una
formación social.
El Estado y la ruptura
Considerando nuestra historia
reciente, la necesidad de una problematización sobre el Estado es vital en una
estrategia revolucionaria. Sobre este punto, Poulantzas puede aportar mucho a
una conceptualización del Estado que permita una estrategia de irrupción y de
ruptura para así terminar con el neoliberalismo y avanzar hacia el socialismo.
El Estado es
un factor de cohesión social; lo que
el marxismo ha concebido como un factor de “orden” o principio de organización,
no como la idea común de “orden político” simplemente, sino “en el sentido de la cohesión del conjunto de
los niveles de una unidad compleja, y como factor de regulación de su
equilibrio global, en cuanto sistema.”[4]
De esta manera, sus funciones van mucho más allá de gobernar o de simplemente
ostentar el monopolio de la violencia física. No se trata sólo de administrar
el poder, en el sentido despectivo que le daba Marx cuando en el Manifiesto Comunista sostiene que el
Estado moderno es una junta que administra los negocios comunes de la burguesía.
El Estado es el espacio de unidad de una formación social, aquello que la
mantiene funcionando como una totalidad. Por ello su importancia para un
objetivo de revolución, de cambio profundo de una realidad social en todo
nivel, económico, político, ideológico.
Siguiendo
esta línea, el Estado es también el factor determinante que puede asegurar la
cohesión de una unidad o bien la ruptura de ésta, pues además es el lugar de
desciframiento de la unidad de las estructuras de una unidad social. Es, en
definitiva, el punto neurálgico que permite la cohesión social, lo que lleva a
la conclusión lógica de que es el espacio para romper con esa unidad, generando
los cambios en las distintas estructuras sociales. Se puede entrar de lleno
entonces: el Estado es el lugar donde se
descifra la situación de ruptura de la unidad constituida por una formación
social.
Esta
situación no es sólo una idea del marxismo, se puede ver al examinar nuestra
propia historia reciente. Entre mediados de la década de los ’60,
aproximadamente, y hasta el fin del gobierno de la Unidad Popular se da una
agudización de la lucha de clases en Chile. Nuestro país vivió la explosión de
una multiplicidad de contradicciones –algunas de largo aliento, otras que
surgieron a partir de la llegada del pueblo al gobierno- lo que determinó su
condición de “eslabón débil”, de la misma manera, aunque a la inversa, en que Louis
Althusser señala que la Rusia de 1917 constituía el eslabón más débil de la
cadena capitalista mundial. La agudización de las diversas contradicciones y la
condensación de esta situación en el Estado, justifican una acción dirigida a
obtener el control total de éste. Y es aquí donde se observa la realidad del
Estado como un lugar donde se puede descifrar la situación de ruptura, pues a
partir de la toma de éste, y una vez resueltas las disputas internas que, como
un eco lejano, reflejaban en cierto modo las viejas contradicciones previas al
golpe, se fue capaz de implementar un plan de ruptura total de la antigua
formación, para dar pie a una nueva sociedad. Si la dictadura fue tan exitosa
en restaurar el capitalismo a través del modelo neoliberal, es porque lo hizo
ocupando de manera total y completa, el lugar que permite la ruptura y
reconfiguración de una formación social: el Estado.
Esta
conceptualización, por una parte se ve ratificada por la realidad concreta: el
hecho incuestionable que lo que hizo el golpe militar fue hacerse del poder de
Estado, y el éxito de la instauración del neoliberalismo (en el sentido que ha
permanecido durante ya 40 años). Pero, además, estaba inscrita en el
pensamiento de uno de sus dirigentes más lúcidos: Jaime Guzmán. Los pocos
escritos que dan testimonio de su pensamiento, registran la visión estratégica
y de largo plazo que tenía, donde la importancia de una nueva institucionalidad
política, de una nueva Constitución, de un nuevo Estado en otras palabras, no
radicaba en “la estructura y generación
de los órganos políticos del Estado. La realidad es otra. “Institucionalidad”
es un término que designa al conjunto de instituciones jurídicas que regulan
toda la convivencia, expresando así una determinada forma de vida. De este
modo, lo institucional también abarca las estructuras que encauzan lo económico
y lo social…”[5]. Así
pues, Guzmán entendía que el Estado era el factor de cohesión social, y que las
consecuencias de su diseño no repercutirían estrictamente en el ámbito
político, sino que en la totalidad social. Hoy somos testigos del éxito de su
misión y de la aplicación de una serie de políticas que lograron la ruptura
de una formación social particular (el Chile de 1973) para dar pie a otra
nueva, insistiendo en que el efecto repercute en todos los niveles de esa formación.
Hacia una nueva ruptura
Es necesario sacar lecciones
del proceso histórico reciente e incorporar esos aprendizajes en el diseño de
una estrategia revolucionaria. La importancia del Estado como lugar de ruptura
de la unidad debe llevar a pensar en un proyecto para ocupar ese espacio, pero
llenándolo en serio, lo que implica necesariamente el requisito de construir
fuerza social. De las luchas del pasado no hay que hacer un copiado y pegado,
sino sacar conclusiones que permitan trazar líneas de acción originales y
audaces. En ese sentido, no se trata simplemente de esperar una situación de
agudización de la lucha de clases para plantearse la disputa del Estado, ni,
por el contrario, de llegar al Estado porque sí, en un contexto donde sean
imposibles lograr rupturas. La estrategia de ruptura democrática que la
Izquierda Libertaria se ha planteado para el período avanza en la dirección
correcta que aquí se plantea: ocupación del Estado –en tanto lugar que permite
descifrar la situación de ruptura de la unidad-. Por lo mismo debe ser capaz de
responder a muchos desafíos que surgirán y sortear los peligros que ese camino
reviste.
Así, el
elemento central en la estrategia de ruptura democrática es el trabajo de
masas. Sólo un volcamiento total al trabajo en los distintos espacios sociales,
en el territorio, en el sindicato, etc.,
podrá dotar de contenido y de fuerza una tarea como la ocupación del Estado. La
ruptura democrática que genere las fisuras necesarias para la entrada del pueblo
organizado al Estado y así, a la manera inversa en que lo hizo la dictadura,
erradicar el neoliberalismo a partir del ejercicio del poder, sólo podrá hacerse
con un fuerte respaldo de masas, del pueblo. Sólo es posible la aplicación de
esta estrategia entendiéndola como un componente orgánico de la lucha de
clases. Quienes han querido tomar atajos en este camino se han visto forzados a
buscar lazos con los que han mantenido este modelo, con quienes quieren evitar
cualquier ruptura, con los representantes de la fracción hegemónica de la clase
dominante. No hay cambio posible por ese camino. Como bien señalaba Althusser,
las alianzas son necesarias e indispensables, pero hay alianzas y alianzas:
unas donde prima la concepción jurídico-electoralista, otras donde prima la
lucha de masas, o bien, dicho en otros términos, de lo que se trata es, o la
primacía del contrato o la primacía del combate[6].
Así la construcción de una izquierda de masas, democrática, socialista, no es
sólo un recurso nostálgico, sino que es una necesidad para que el pueblo vaya
conquistando su libertad, su dignidad y su soberanía. Es la condición necesaria
para apostar a la conquista del poder de Estado, espacio decisivo para lograr
la ruptura definitiva de esta formación social que es el Chile neoliberal de
2015.
[1] Al respecto ver Manuel
Gárate, La revolución capitalista de
Chile (1973-2003), Ediciones Universidad Alberto Hurtado, Santiago, 2012, pp.
181-199.
[2] “La moral, la
religión, la metafísica y cualquier otra ideología y las formas de conciencia
que a ellas corresponden pierden, así, la apariencia de su propia
sustantividad. No tienen su propia historia ni su propio desarrollo, sino que
los hombres que desarrollan su producción material y su intercambio material
cambian también, al cambiar esta realidad, su pensamiento y los productos de su
pensamiento.” Ediciones Grijalbo, Barcelona, 1972, p. 26.
[4]
Poulantzas, pp. 43-44. Lo que sigue también será tomado de este trabajo citado.
[5] Jaime Guzmán, “Esclarecimientos necesarios”. Columna
publicada en Revista Ercilla el 18 de julio de 1979.
[6] Louis Althusser, Lo
que no puede durar en el Partido Comunista, Siglo XXI, España, 1980, pp.
93-94.