Toda la historia de la humanidad ha sido una lucha entre la sabiduría y la estupidez. Los ángeles rebeldes, los seguidores de la sabiduría, han tratado siempre de abrir las mentes; la Autoridad y sus iglesias han tratado siempre de mantenerlas cerradas. Y durante la mayoría de ese tiempo, la sabiduría ha tenido que trabajar en secreto, susurrando su palabra, moviéndose como un espía a través de los lugares humildes del mundo, mientras que las cortes y los palacios son ocupados por sus enemigos.

domingo, 2 de junio de 2013

Recuperar un horizonte: una tarea de la izquierda revolucionaria

1.     El fin de la historia: un obstáculo real

La idea desarrollada por Francis Fukuyama de que la historia se acabó es controversial y a menudo se le resta valor, pero es necesario detenerse en ella para realizar un análisis de lo que Lenin llamaba “el momento actual” y de las tareas que éste le impone a las fuerzas de izquierda para la construcción del socialismo. Siendo sintéticos, el autor postula que el capitalismo y las democracias liberales son las mejores formas de organización social posibles –esa es la conclusión histórica tras la caída de los “socialismos reales”-, por lo que todos los cambios en pos de mejoras sociales deben estar dentro del marco capitalista-democrático liberal. En este sentido, la historia habría llegado a su fin, porque no existirán cambios revolucionarios o estructurales posibles que alteren el orden capitalista democrático liberal; no hay nada más allá de esto, no hay alternativas, salvo reformas que apunten a mejorar el orden social ya existente.
Pasando a las críticas, es cierto que Fukuyama agarra dos conceptos complejos de dos filósofos complejos (el “fin de la historia” de Hegel y el “último hombre” de Nietzsche) para escribir un best-seller tremendamente pretencioso. Situarse en la cúspide del desarrollo histórico, como un Dios que mira todo desde las alturas del Olimpo, pensando que ya  todo está dicho, además de soberbio, tiene una connotación religiosa innegable (la de juzgar a la humanidad desde una posición que está por encima de la humanidad, en este caso, desde la conclusión de la historia; aquella posición en que descansa todo lo que la humanidad ha construido a lo largo de su desarrollo).
En virtud de lo anterior, pareciera que la tesis de Fukuyama no merece mayor atención, ya que nadie puede afirmar con semejante certeza que no hay nada más allá del capitalismo y de las democracias liberales. A menos que el señor Fukuyama haya viajado a todos los futuros posibles y visto con sus ojos que en el año 4 mil y en el 10 mil seguiremos igual, resulta imposible ser tan enfático en señalar que no hay formas mejores de organizar las sociedades (posiblemente en la sociedad esclavista o feudal jamás pensaron que podría existir otro modo de organizar la sociedad). Y, por lo demás, creer en que la historia tiene una conclusión, creer en una teleología, en que la historia se dirige a un destino, nos enreda en un problema religioso que nos aleja del problema real a resolver.
Ahora bien, desde una perspectiva materialista se entiende que un “conocimiento”, por mucho que sea ideológico, no deja de relacionarse con la formación social en el cual es producido y al final se constituye en algo objetivo. Marx mismo lo menciona al analizar las categorías de la economía burguesa, las cuales describe como “formas mentales aceptadas por la sociedad, y por tanto objetivas”, por mucho que dichas categorías fueran falsas u omitieran detalles respecto al doble carácter de la mercancía y respecto a la plusvalía.
Entonces, la idea de que la historia se acabó, pese a su absurdo, hoy encuentra cobijo en el seno de la formación social en la cual es producido y termina consolidándose como una idea dominante o, en palabras de Gramsci, siendo parte del “sentido común”. La idea de sentido común adquiere importancia sustantiva, pues si hablamos de una hegemonía aplastante de la tesis del fin de la historia no nos referimos necesariamente al debate de academia, de los intelectuales o de los políticos, sino que de una hegemonía que logra convertirse en el “sentido común” no de los actores mencionados, sino que de las masas, del pueblo. Y aquí no es necesario haber leído a Fukuyama, conocer sus argumentos y darle la razón. No es necesario que alguien diga explícitamente y con argumentos racionales “no hay alternativas”. Esto opera como lo que Slavoj Žižek llama los “conocimientos desconocidos”, cosas que no sabemos que conocemos o, en otras palabras; sabemos, pero no sabemos que sabemos.
La idea de que no existen alternativas al orden actual opera como un telón de fondo, como una obviedad social que ni siquiera es necesario hacer explícita, precisamente, porque es obvia. La idea que sustenta el apoliticismo y la indiferencia es precisamente la de que no hay alternativas. La respuesta clásica “da lo mismo quién gane, hay que trabajar igual” da cuenta de que no hay expectativas puestas en la política o en un proyecto de transformación; a la larga todo seguirá igual. Y seguirá igual porque las alternativas que existieron –en Chile la Unidad Popular, en el mundo la Unión Soviética- colapsaron y no llegaron a buen término, lo cual es el mismo argumento que usa Fukuyama para plantear su tesis. En síntesis: no hay un horizonte para la humanidad y esto nos lleva a una situación de nihilismo en la cual, sencillamente, no se cree en nada.
Esta ideología, esta falta de horizonte, no sólo se refleja en términos de alternativas políticas, sino que en todos los niveles de la sociedad, siendo un ejemplo claro el del arte. La producción artística hoy también está marcada por una creencia –consciente o inconsciente- del fin de la historia (del arte), reflejada en la idea de que ya todo está creado y que, por lo tanto, sólo queda inventar a partir de manosear lo ya existente, resaltar la idea de que “no se había hecho antes” como un mérito en sí mismo o bien de relativizar el concepto de arte. De esta forma tenemos que un “artista” puede exponer un urinario en una galería y es legítimo. O un pintor que expone manchas. Esta falta de horizonte se traduce, en el arte, en una absoluta carencia de ideas y en la mediocridad de ahorrarse un proceso de trabajo y producción, a través de decir que cualquier cosa es arte.
Lo mismo podemos ver en el campo de la teoría, en particular en ciencias sociales. El marxismo es un intento de comprensión global, de las sociedades como un todo complejo y es, por lo tanto, un proyecto muy amplio y que exige mucho esfuerzo y dedicación. Hoy los esfuerzos por una comprensión de la sociedad han abandonado la pretensión de globalidad y se conforman con estudiar aspectos particulares de ésta. Son las llamadas “teorías de alcance medio”. Y si bien alguien podría decir que tienen mayor poder explicativo que teorías globales, como el marxismo, el sociólogo chileno Enzo Faletto da cuenta con mucha precisión de la naturaleza o el interés detrás de estas teorías, al afirmar que las teorías de alcance medio eran para sociólogos de alcance medio. En otras palabras, se instala una mediocridad y una renuncia a intentar entender globalmente los problemas sociales y sus estructuras internas.
Para terminar, todo este nihilismo y mediocridad producto de la falta de horizonte se disfraza con un elemento muy característico de este momento actual y que me permitiré llamar con el término coloquial en que se le conoce: la venta de humo. Se dice que alguien vende humo cuando presenta una idea, un proyecto, un producto, o lo que sea, haciéndolo parecer como novedoso, lleno de cualidades, grandilocuente, cuando en el fondo no hay nada. Se vende una apariencia, no algo concreto. El humo lo vemos en el arte cuando al ver una mancha el artista “explica” y dice que representa “las contradicciones internas del hombre por salir en un mundo individualizado” o cualquier tontera que se le pueda ocurrir; lo vemos en las millones de conferencias que siempre se anuncian de “speakers motivacionales”; en el “couching ontológico”; en teorías de alcance medio ridículas como “la sociología de los cuerpos” y en toda una serie de productos pretenciosos que hablan en difícil para vender caro obviedades que todos saben (o abiertamente, para vender caro absolutamente nada). Todas estas manifestaciones sólo sirven al propósito de esconder la miseria de nuestra producción intelectual –artística, teórica, etc.- actual y de esconder el problema real que tenemos que ver los marxistas: el estancamiento real de nuestra teoría.

2.     El desafío: salir del callejón teórico sin salida

Anteriormente se había dicho que las masas no creen en alternativas porque éstas fracasaron, lo cual además es el sustento para la tesis del fin de la historia. Pero esto no es totalmente cierto. Hay que agregar también que, por otra parte, la izquierda revolucionaria no ha sido capaz de salir de ese fracaso, de emerger de sus ruinas con un proyecto teórico y político convincente.
Haciendo una genealogía esquemática, tenemos el siguiente proceso. Caen los proyectos socialistas en todo el mundo: la UP en Chile, el Muro de Berlín, la Unión Soviética. Derrota política. Esta derrota política da pie a instalar una idea de mundo, de que ya no existen alternativas, más allá del capitalismo y las democracias liberales. Derrota ideológica. La derrota política además permite que la teoría marxista se muestre como una teoría errada que conduce al fracaso, lo cual lleva a que los intelectuales abandonen la teoría marxista como herramienta de análisis social y recurran a otra serie de teorías de todo tipo. Derrota teórica.
Estas tres derrotas condicionan la posibilidad de volver a levantar una alternativa política marxista-leninista. Nos encontramos en una situación que Louis Althusser llamó “el callejón teórico sin salida”, para dar cuenta de las propias dificultades que encontraba la teoría marxista en su tiempo. Hoy nos volvemos a encontrar en un callejón sin salida, sellado por un lado con la experiencia histórica de la caída de los socialismos reales, por otro con el sentido común de que no existen alternativas y por otro, con el estancamiento o abandono de la teoría marxista-leninista.
En esta situación, de arrinconamiento, existen tres posibilidades. Las dos primeras, representan la claudicación; abandonar la teoría marxista-leninista. El primer abandono es el derechista, reflejado en las posturas de los “socialistas renovados”, principalmente el Partido Socialista y el Partido Por la Democracia y, en particular, por el grupo de dirigentes que en su momento participó en el MAPU. En ellos hay un abandono del marxismo, una renuncia a su poder explicativo, por la derecha. Es decir, rechazan el marxismo para abrazar lecturas de la realidad y posiciones políticas socialdemócratas –en el mejor de los casos- o abiertamente neoliberales. Esto explica el comportamiento de la Concertación durante sus 20 años a cargo del país.
Pero esa no es la única claudicación. También está la salida izquierdista, cuyo mejor exponente hoy en día es Gabriel Salazar. Formado en Inglaterra por historiadores liberales, Salazar hoy representa la izquierda que abandona el marxismo por considerarlo estrecho, insuficiente, incapaz de hacer una lectura de la realidad. Esta izquierda que, en otras expresiones, cae en teorías que podríamos llamar “de resistencia”, que siempre se plantean resistiendo a algo, pero donde no hay vocación de poder ni lecturas de la realidad. Teorías como la de “los cuerpos”, del “bio poder”, del “poder local” y todas esas siutiquerías que se plantean como alternativas radicales, en el fondo esconden el mismo defecto que la salida de derecha, que es el compartir su mismo sustento ideológico: el nihilismo provocado por la falta de horizonte producto del triunfo de las clases capitalista en el proceso global de lucha de clases durante el siglo XX. Entender que la sociedad, en el fondo, no cree en alternativas explica la debacle de los partidos de izquierda y de las apuestas políticas de izquierda, es decir, las propuestas de izquierda que apuestan a la obtención del poder político de Estado, en desmedro de estas alternativas de resistencia. Porque es importante señalar que, así como este sentido común se instala en las masas –en términos generales-, en el arte, es la teoría, etc., también se instala en la izquierda. Marx lo resume muy bien: las ideas dominantes en una sociedad son las ideas de la clase dominante. Y la sutileza de la ideología consiste en ser ese “saber desconocido” mencionado, es decir, instalarse en nuestras cabezas sin que siquiera nos demos cuenta.
La única forma de percatarnos de esta situación y de detenerla, es precisamente la tercera alternativa que tenemos frente al callejón sin salida: el desarrollo de la teoría marxista-leninista. En una frase hermosa y muy clara, Althusser señala que “los marxistas saben bien que ninguna táctica es posible si no descansa en una estrategia, y ninguna estrategia si no descansa en una teoría”. Es decir, para volver a articular un proyecto político marxista, que sea capaz de romper el lastre de la ideología del fin de la historia, necesariamente necesitamos desarrollar la teoría marxista. Esto quiere decir, leer, entender a Marx y a Lenin, entender su importancia revolucionaria y, a partir de esto, ser capaces de leer el presente de forma de entender los nuevos patrones de acumulación capitalista; los cambios en la estructura de clases y, por consiguiente, los cambios en la dinámica de la lucha de clases; las estrategias con las que las clases dominantes aseguran la cuota de ganancia y los dispositivos ideológicos con los que entrampan el quehacer de la izquierda.
La importancia de la teoría hoy está ahí y no puede ser menospreciada bajo los argumentos de la necesidad de dar las luchas políticas contingentes. Es cierto: la política requiere nuestros máximos esfuerzos y siempre nos va a estar exigiendo atención, compromiso y, a menudo, sacrificio. Pero estos esfuerzos serán en vano si no se realizan con una dirección, si no se realizan con un horizonte socialista. Y la recuperación de ese horizonte pasará, necesariamente, por el desarrollo de una teoría que sea capaz de destruir el mito ideológico del fin de la historia y de prevenirnos de los ataques e infiltraciones de la ideología burguesa en nuestra teoría, que han llevado a las renuncias de izquierda y de derecha. Distinguir eso es vital para establecer una línea de demarcación entre una práctica teórica y política verdaderamente revolucionaria y aquellas socialdemócratas o ultraizquierdistas, amparadas en toda clase de teorías de alcance medio y, sobre todo, expuestas con mucho humo.
Y si la pregunta es por qué esto pasa necesariamente por el desarrollo de la teoría marxista y no por su abandono –como argumentan especialmente los “ultras” tipo Salazar-, la respuesta debe ser clara. La práctica teórica marxista fue la única que fue capaz de dar cuenta del sustento material real de las sociedades y, en particular del capitalismo. Fue la única capaz de comprender la naturaleza del doble carácter de la mercancía, de la explotación y de la lucha de clases que se nos presenta de forma brutal en la historia y en la realidad. El leninismo, por su parte, es el esfuerzo por traducir ese inmenso arsenal teórico en una práctica política revolucionaria, que toma partido y apuesta a una transformación radical de la realidad, planteando la política como lo que es: lucha de clases con intereses antagónicos. Y, especialmente hoy, donde los vende humo y socialdemócratas son capaces de agarrar a Marx para depurarlo de sus consecuencias políticas y transformarlo en un autor “descafeinado”, Lenin nos permite recuperarlo devolviéndole su esencia radical usurpada, nos permite recuperarlo para la lucha de clases con el potencial teórico necesario para reconstruir un horizonte para la humanidad. Un horizonte socialista.

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