Toda la historia de la humanidad ha sido una lucha entre la sabiduría y la estupidez. Los ángeles rebeldes, los seguidores de la sabiduría, han tratado siempre de abrir las mentes; la Autoridad y sus iglesias han tratado siempre de mantenerlas cerradas. Y durante la mayoría de ese tiempo, la sabiduría ha tenido que trabajar en secreto, susurrando su palabra, moviéndose como un espía a través de los lugares humildes del mundo, mientras que las cortes y los palacios son ocupados por sus enemigos.

martes, 2 de septiembre de 2014

Teorizar con el martillo

En 1889 se publicó “El crepúsculo de los ídolos”, del filósofo alemán Friedrich Nietzsche, cuyo subtítulo, “o cómo se filosofa con el martillo”, era una manifestación clara de la intención provocadora del autor. El propósito de Nietzsche era ambicioso pero muy sencillo en términos de sus pretensiones: su filosofía tenía que ser un martillo con el cual echar abajo a golpes los cimientos culturales de la Europa occidental de fines del siglo XIX, en particular, contra el cristianismo y su moral. El subtítulo (y toda su obra, por cierto) es una toma de partido, un posicionamiento en un campo de disputa. Y no sólo una ubicación, sino que una declaración de guerra abierta, sin concesiones, sin puntos intermedios, pero también muy honesta y transparente, contra todo aquello que Nietzsche consideraba erróneo o enfermo en la sociedad en la que le tocó vivir. Más allá del contenido mismo de la obra del filósofo alemán, o de los usos que posteriormente se le puedan haber dado a ésta, vale la pena rescatar esos dos elementos.

1°: la toma de partido

Como decíamos, Nietzsche toma partido. Toma partido en oposición a la dominación cultural del cristianismo, contra el cual le dirige prácticamente todo el arsenal con el que cuenta: una extensa y potente obra filosófica. A más de 125 de la publicación del texto mencionado, la toma de partido es algo escaso. ¡Y cómo no! La consecuencia del derrumbe de los socialismos reales fue que el capitalismo pasó la aplanadora (o retroexcavadora) para anular política, teórica e ideológicamente a la única alternativa que había osado hacerle frente: el socialismo. En lugar de un campo de disputa, hoy queda un terreno estéril, pacificado, sin trincheras. Esto ocurre porque la enseñanza brutal que dejó todo esto es que el socialismo no es una alternativa, por haber demostrado ser, además de brutal y sanguinario, ineficiente en términos productivos. En ese caso, ¿quién va a querer ubicarse en sus trincheras? De esta manera, el campo unificado que queda, asfixiado por la idea hegemónica del fin de los metarrelatos y el fin de la historia, no es campo de toma de partido, pues se han diluido todos los gérmenes de conflictividad teórica y política a su mínima expresión, a meras diferencias respecto a detalles técnicos o comunicacionales (de marketing).
Frente a ese panorama político, en el campo de las ideas nos encontramos, por una parte, con el abandono de la pretensión de comprender la realidad en la que vivimos, inventando una serie de conceptos para ello (modernidad líquida, sociedad del riesgo, etc.). Por otra están todas esas modas filosóficas que empiezan con “post” (postmodernismo, postmarxismo, postestructuralismo), desesperadas por superar y desmarcarse de todo lo anterior a ellas. La situación en común es el evitar tomar partido. Los defensores de estas ideas, que tengan sentimientos de izquierda (sobre todo los “post”) podrán salir al paso, indignados, a decir que dichas corrientes de pensamiento son críticas de la realidad y herramientas para la crítica social. Siendo muy generosos, podemos conceder el punto. Sin embargo, ya sea bajo el argumento de que la complejidad impide entender a cabalidad la sociedad –y, en consecuencia, no se puede levantar una crítica sólida- o bajo el argumento de una crítica “radical” a todo, lo que queda en definitiva es un no tomar partido por nada. No se toma partido porque es indeterminable o porque todas las opciones son malas. Al final nos encontramos con el nihilismo (creer en nada) por debajo, el cual subyace a estas modas teóricas impidiendo que tengan un potencial de transformación. Porque el nihilismo se conforma (o se constituye) con la mera denuncia, o la pataleta teórica, nunca como la toma de partido, la cual exige creer en algo.
La crítica nihilista, la crítica que no toma partido, no es más que una rabieta en la que no hay voluntad de transformación de la realidad, porque la realidad se cambia –valga la redundancia- en la realidad, no en el mundo de las ideas. Ciertamente necesitamos ideas para cambiar la realidad, pero es inevitable el paso de meterse en la realidad. Y ese involucramiento con la realidad es la política, porque para cambiar el mundo no bastan las declaraciones y los testimonios, por muy radicales y puros que sean; el mundo se cambia con la política. Y como ésta se involucra tan íntimamente con la realidad, es sucia, complicada y conlleva innumerables riesgos, ya que al exigir tomar partido existe la posibilidad de encontrarse en el bando que pierde, que es derrotado, que se equivoca y falla en sus objetivos. Pero el que no salta, no cruza el río, y para transformar, hay que ensuciarse las manos, meterse al barro.
¿Qué queda entonces? Palabrería, testimonios de consecuencia, pataletas teóricas, pequeños círculos en los cuales se reúnen los críticos a criticar todo y amar su crítica y a sí mismos. De tomar partido, nada. De comprometerse, nada. De arriesgarse, nada. Porque la política es algo demasiado mundano y sucio para estas altas cumbres del pensamiento filosófico, porque, ¿qué es pensar los problemas de algo tan vulgar como la pobreza y sus causas, en comparación con una “hermenéutica transformativa de la gravedad cuántica”? La pobreza misma es sucia e ignorante, frente a la pureza de las ideas. Porque nada es digno, salvo un cúmulo de ideas que, por su lejanía con la realidad, no pueden intoxicarse con ésta, no pueden ser corrompidas por la sucia realidad, sino que se mantienen arriba, brillando en un mundo sin contradicciones donde todos somos doctos y sofisticados.
En mi caso, tomo partido teóricamente por el marxismo y políticamente por el comunismo. ¿Por qué? Porque el marxismo sigue siendo la teoría más consistente respecto a la organización de las formaciones sociales y, en particular, el estudio más profundo de la dinámica del capitalismo. Por otra parte, el comunismo es la alternativa política que se levanta a partir de dicha lectura. El marxismo constata una verdad muy sencilla, pero muy radical que Engels expresa así: el hombre necesita, en primer lugar, comer, beber, tener un techo y vestirse antes de poder hacer política, ciencia, arte, religión, etc. Esa verdad que Marx tuvo que descubrir abriéndose paso entre la “maleza” teórica hoy ha sido olvidada, pues las nuevas formas del idealismo han vuelto a poner un denso velo sobre ella. Me declaro, por tanto, enemigo de todas aquellas corrientes de pensamiento que nieguen, de una u otra forma, esa verdad elemental. Lo menciono para partir predicando con el ejemplo.

2°: filosofar con el martillo

Decíamos que Nietzsche no sólo toma partido, sino que pretende construir una filosofía que le servirá como herramienta para su empresa. Y cuál mejor que el martillo para su propósito de golpear con violencia la cultura occidental hasta echarla abajo. Nuevamente aquí hay un valor escaso, pues no sólo la filosofía, sino que la teoría social en su conjunto, hoy están lejos de constituir una herramienta para echar abajo algo. Un martillo necesita manos que lo empuñen y luego algo que golpear, y en un escenario donde no hay disputa, no hay toma de partido y, por lo tanto, no hay nada que golpear. De esta manera, actualmente la teoría es una herramienta mellada, sin filo, sin agudeza, sin capacidad de perforar profundamente la realidad que le rodea. Hoy la teoría es algo inofensivo.
Ahora bien, es lógico pensar en la teoría como algo dócil cuando no se ha tomado partido y, por ello, no hay nada a lo que golpear. Por esto, lo primero es tomar partido, trazar una línea de demarcación entre las ideas que aceptamos y aquellas que rechazamos. Porque, como bien decía Mariátegui, para nosotros hay ideas buenas y malas. De eso se trata tomar partido. Y una vez que hay claridad de cuáles son las ideas malas, ¡no hay que dudar en usar el martillo!
La idea de teorizar con el martillo exige tomar partido y actuar en consecuencia, esto es, terminar con la cobardía intelectual y con una concepción liberal de pluralismo basada en la idea del “laissez faire” (“dejar hacer”). Una mala concepción de pluralismo en la cual se aceptan la pluralidad de visiones porque cada una tiene su verdad, negando la posibilidad de que exista una verdad, porque la lección histórica que nos enseñó el bloque dominante que triunfó a comienzos de la década de los ’90, es que eso es totalitario. La exigencia es, entonces, rechazar estas ideas y decir, sin vergüenza, que hay ideas buenas y malas, y estas últimas deben ser rechazas y combatidas (que es distinto a postular que deben ser perseguidas). En esta empresa no debemos dudar en desarrollar teoría que sea martillo, ¡no debemos vacilar en teorizar a martillazos!
¿Y por qué es tan necesario? Porque el triunfo aplastante del bloque capitalista arrasó con todo campo de disputa, haciendo creer que las eras de las disputas se acabaron. Hacen ver su triunfo no como un triunfo, sino como el desenlace natural de una disputa que siempre estuvo ganada y por lo tanto como el fin de todas las disputas (fin de los metarrelatos, de la historia, etc.). Y aquí hay una primera idea que hay que echar abajo a martillazos: el fin de la lucha de clases como motor de la historia. O peor aún, ¡el fin de las clases! De esta manera podemos situarnos en el campo teórico entendiendo que éste forma parte de una sociedad en particular y que, por tanto, forma parte de los conflictos de esa sociedad, en los cuales distintos segmentos de ésta luchan por algún objetivo que es antagónico con aquel del grupo con el que compiten (en las sociedades capitalistas, el conflicto más relevante –no el único- es el que se da entre las clases). Negar el carácter conflictivo del campo intelectual es aceptar la fábula que inventó Fukuyama y que repiten día a día los neoliberales recalcitrantes.
Por otra parte, la idea de que no hay nada en disputa es muy cómoda para las clases dominantes, porque cuando no hay nada en juego se permiten cosas que en un contexto en el cual hay algo en riesgo no se permitiría. Frente a la posibilidad de perder algo al adversario o enemigo no se le hace ninguna concesión, por eso las peleas intelectuales solían ser tan apasionadas y a la vez tan rigurosas (en el siglo XX), cuando sí se teorizaba con martillos. Por eso hoy somos testigos de que cualquier persona puede escribir cualquier charlatanería “teórica” con absoluta impunidad, sin que nadie salga al paso a poner freno a tanta palabrería desenmascarando el vacío que esconde tras frases construidas a partir del sentido común o con mucha sofisticación lingüística. El relajo teórico ha permitido la total falta de rigurosidad y profundidad, generando un caldo de cultivo para los charlatanes que viven del engaño. Terminar con la impunidad teórica es un imperativo actual, para lo cual es necesario un martillo, cuya solidez y fuerza dependerá del rigor teórico con que se construya. Sólo aceptando que la teoría es un campo de lucha donde podemos ganar y perder mucho, se puede actuar con voluntad de ganar. Esa es la voluntad que permitirá construir una teoría sólida que permita abrirse paso a través de quienes no dejan avanzar, dejando atrás a quienes engañan y se enriquecen vendiendo humo y venciendo a quienes nos niegan. ¡Abrirse paso a martillazos! Porque ninguna teoría nace de un parto sin dolor.
El llamado a teorizar con el martillo es, pues, sincerarnos respecto a las características del campo teórico como un terreno de lucha y a abandonar el miedo culposo que se nos ha impuesto respecto a luchar, respecto a defendernos de quienes consideramos amenazas y respecto a usar el martillo. Teorizar con el martillo es algo natural para quienes sabemos que estamos disputando cosas y que, en ese marco, queremos ganar, lo que implica ganarle a alguien. Se trata de constatar un hecho y asumirlo de la única forma en que se puede asumir: con el martillo. Se trata además de recuperar el rigor teórico, que es el único capaz de generar conocimientos del mundo en el que vivimos.
Aquí hay ideas malas, muy malas, y no hay por qué “dejarlas hacer y dejarlas pasar”. Hay que decir abiertamente que Pilar Sordo dice estupideces derechistas disfrazadas de clichés sacados del sentido común (y además le pagan mucho por ello); que Gabriel Salazar es un liberal y, en tanto tal, no sirve a un proyecto de izquierda; que las modas “post” son pura paja molida que no hablan de nada en concreto y afirman fantasías insostenibles como que ya no existen las clases. Para quienes consideramos todas esas ideas abiertamente malas, ver que proliferan con tanta impunidad genera rabia. Es hora de hacer algo productivo con esa rabia y volver forjar una teoría sólida y rigurosa que sirva para usarla a martillazos.

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